miércoles, mayo 23, 2007

Tres retratos

Cada mañana, cuando voy a la facultad o a la escuela de idiomas, al bajar el primer tramo de escaleras del Metro, ahí está él: el hombre del acordeón. De piel cetrina y pelo cano, desconfiado gesto caucásico y delgadez más propia de un corrosivo encono que de su más que probable mala alimentación. Toca el acordeón con la misma ilusión con la que un chófer de autobús recorre una y otra vez su línea regular. A veces parece que da pequeños saltos al son de la música, pero teniendo en cuenta que no ama lo que hace sonar, supongo que serán movimientos para desentumecer el cuerpo. Pero hay algo que caracteriza a este hombre por encima de todo: el volumen de su música es dolorosamente elevado. Apenas empiezas a bajar las escaleras, ya oyes su monótono sonido continuo; a medida que te acercas, los decibelios aumentan progresivamente y cuando pasas junto a él, tus auriculares nada pueden contra su bramido estridente. Lo peor es comprobar cómo tu mirada de odio golpea el muro impenetrable de su indolencia. Y día tras día nace en ti la desazón de tener que pasar inevitablemente por su lado, castigando aún más los oídos que ya maltrata la ciudad exterior.

Cada tarde, mientras vuelvo de la biblioteca, antes de subir el último tramo de escaleras del Metro, encuentro al mismo tipo. Sobre un teclado que reproduce bases de temas extremadamente conocidos pasea su inglés jamaicano con más alegría que acierto, y sonríe como si actuara para un estadio que corease su nombre. El optimismo le ha llevado a pegar un papel con su número de teléfono en caso de que alguien quiera contratarle. Se interrumpe a sí mismo una y otra vez para saludar a las decenas de amigos que ha hecho con el tiempo; cuando la melodía se lo impide, una mano muy abierta sobre el pecho es su gesto de agradecimiento. Todas las canciones suenan extrañas teñidas por su peculiar acento, todas menos una: "No woman, no cry", con la que me hace creer que podría consolar hasta a la inconsolable Magdalena de Pedro de Mena.

Cada noche, cuando vuelvo a casa de la facultad y la biblioteca, me cruzo en mi calle con la anciana mujer que vive en el bajo cuidando de un nieto ingobernable. Sus andares la delatan desde el extremo de la calle, su torpe y continuo vaivén la anuncian. Si llueve, un pañuelo atado alrededor de la cabeza me golpea y me aleja de repente cientos de kilómetros, creyendo que esa visión no puede darse junto a un edificio de más de una planta. En su mano derecha, el extremo de una correa que sujeta un perro pequeño, que podría maullar en vez de ladrar y nadie lo sabría, porque nunca se le ha escuchado emitir un sonido. Cuando paso junto a ellos, un "hola, buenas noches" es la frase con la que me saluda la mujer. Es un saludo que parece encerrar cierta empatía, pero noche tras noche se repite idéntico, sin la más mínima variación que me permita averiguar su estado de salud, la temperatura ambiente o mi aspecto más o menos desaliñado. Repetido durante meses ha dado lugar a una irritación que me haría erizar el lomo si fuera un gato. Chirriante, impersonal, lleno de hastío por la vida, vacío hasta exasperarme. Ahora, cada noche, cruzo la acera para evitar su saludo y su continuo vaivén.

sábado, mayo 12, 2007

Recuperando granos

Desde hace poco tiempo he decidido parchear una etapa de mi vida a la que le faltaba algo. Mi paso de la infancia a la adolescencia fue normal, sin muchos traumas, y estuvo marcado por varios tópicos: quería ser futbolista profesional, pensaba que con el Super Mario Bros 3 el mundo del videojuego tocaba techo y creía que a las chicas las conseguía el que mejor se portaba con ellas. Pero me faltó uno, no sé si por vivir en un barrio periférico, por ausencia de un primo o un hermano mayor que me iniciara o sencillamente porque con doce años uno vive la vida que le toca y no la que le hubiera gustado vivir cuando la piensa con veinticuatro. Pero en esa época no leí casi ningún cómic.

Además de los tebeos de Mortadelo y Filemón (de estos sí que leí muchos), sólo recuerdo dos que cayeron en mis manos: uno de Dragones y Mazmorras del episodio "Una prisión sin paredes" y uno de los X-Men en el que también aparecía el Capitán América y se enfrentaban a unos centinelas. No sé de dónde salieron ni dónde habrán ido a parar. Recuerdo que me gustaron mucho.

Con el paso de los años fui conociendo más superhéroes, por filtración más que nada, y todos dentro de la lista de nombres típicos: Spiderman, Batman, Lobezno... El caso es que por diversas circunstancias, me estoy viendo envuelto en la necesidad de recuperar el tiempo perdido y he iniciado mi peculiar "recuperación de los clásicos". Veo las películas que me perdí en su día (Spiderman, Los 4 Fantásticos...), he comenzado dos colecciones de cómic (Ultimate Spiderman y la serie de X-Men de la Librería Marvel) y, sobre todo, me hago preguntas del tipo "¿por qué la Antorcha Humana puede proteger a una niña con su cuerpo sin quemarla?".

Por cierto, muchas gracias a Estopa por aconsejarme en mis compras, por ser mi guía en mis doce años revisited y por haberse convertido en mi camello de droga entintada.